Consideraciones temporales

Nevado de Churup
Disfruto de la nada, como estoicamente un muerto la contiene. La parte más difícil de iniciar un argumento que hable propiamente de los sentimientos, es aquella donde, por lo general, ya se deja de hablar de algo convertido en objeto para nuestra percepción y  si se pasa al fuero de los adentros, donde la coyuntura deja de ser un inevitable peso para convertirse en un asunto minúsculo, porque ahora reina la cotidiana y eterna sensación de ser uno mismo.

Ese “uno mismo” es regularmente un espacio objetado por el día a día cargado- inevitablemente- de “todo” que cuyo soporte y pieza fundamental es ese “uno mismo”; sin embargo, al momento de la aparición de su aparición eclosiona- como en la mayoría de humanos- una gigante reflexión, un patético instinto trágico que como ceremonia principal tiene el suicido, un nuevo ideal que recorrer para fijarnos otra vez en un nuevo objeto y olvidar ese “uno mismo” o sencillamente el estancamiento en la nada como espacio un espacio gigante, inexplorado, leve, incompleto y derivado de todo aquello que aflige, alegra, molesta, aburre y condena.

                Era la divagación en la nada un espacio necesario, no como un brebaje que hacía escapar a la persona de un estado de vigilia común, sino una necesidad profunda de “uno mismo”, esa negativa a desbordar lo que uno mismo es- en sus limitaciones y grandezas- en un intento de hacer de la vida una tragedia para darle sentido era una justicia que todo hombre tiene el deber de hacerlo, pero que carece de la valentía para hacerlo, porque al enfrentarse a la nada sobrevienen un sinnúmeros de porqués, los cuales definitivamente no tienen respuesta, carecen de ella por su misma condición de ser especulaciones aprendidas en nuestra relación con la sociedad, es totalmente necesario despejar todas las dudas sobre aquella novela que queremos presentar como vida: ese estúpido y sin sentido del sacrificio por la familia, familia que al igual que nosotros tiene la capacidad y responsabilidad de hacerse un camino, la patria que no era otra cosa más que una formación de compadres sumidos en un conflicto de intereses cuyo tenor usualmente es el dinero, los hijos que como condición primaria son humanos y no extensiones de uno mismo, por lo tanto proclives a equivocarse, proclives a destruirse por más esfuerzo que hayamos puesto en ellos, la sociedad y sus ridículos intentos de formalizarse como un acomplejado recinto de felicidad donde uno no puede hacer uso de ese “uno mismo”, sino un payaso más de aquella máscara gigante.

                ¿Qué quedaba entonces? La soledad, aquel espacio siempre desconocido en uno mismo, aquel lado oscuro de la luna- que se explora solo para emitir gritos de dolor- aquella incomodidad que le quedaban a los días lentos, aquel sinsabor de un día no laborable que se convertía en un espacio aburrido (el aburrimiento como último punto de resistencia de nuestra necesidad de convertir a todo en un objeto). Una vez enfrentado quedaba la pregunta- ridícula y sin fondo- de ¿Quién soy yo? Esa pregunta inagotable en tantos espacios, esa forma casi estúpida de pretender definirse- que resulta incómoda- que en realidad tiene como fondo la pregunta ¿Qué valgo yo?  Y valer tenía su respuesta honda en los demás: abogado, profesor, poeta, comunista, capitalista, nietzscheano, amante, enemigo, amigo, alumno, hijo, hijo de puta, empleado, ciudadano y consumidor. Todas categorías general, todas con una fuente tan vulgar como general, todas llenas de pro-formas ya establecidas. ¿Quise ser alguna? No lo sé, es una pregunta que carece de fundamentos cuando los espacios están dados, pero sí sabía de algo, sabía qué podía ser en el futuro y eso era lo que me interesaba, pese aún que el futuro no era más un segundo o quizá toda la vida, pero el temor había desaparecido.

                Este ejercicio no se trata de liberarse, de entregarse a algo para quizá encontrar a Dios y sentir que desde aquella vez la vida tiene sentido, tampoco de fórmula eficaz para siempre escapar de la angustia de la prolongación de la vida que usualmente está cubierta de la misma incertidumbre del día a día. Supe entonces que cantar “viernes 3 am.” De “Sui Generis”, había sido solo un espasmo un espacio infructífero que solo podía catalogarse como un intento fallido de callar a esa bestia cuyo manjar preferido eran los gritos de mi angustia. Escapar de la angustia era curioso, siempre las lágrimas sirven para dejarla descansar, pero que tal si la enfrentaba, desnuda y fríamente ¡enfrentarla! ¿Vale la pena hacerlo? Es algo que no tiene respuesta, porque quizá la angustia vuelva con más fuerza, pero consideraba que era necesario hacerlo, enfrentarse, era un método que hasta ahora no había utilizado.

                ¿Qué era necesario para enfrentarla? ¿Alcohol, drogas, sexo, mujeres, psicólogo, psiquiatra, madre, padre, dinero, comida? Ninguno de ellos, todos eran intentos casi exclusivos de una forma amistosa de llevar las cosas, sobre todo, la cojudez de los psicólogos, esos sí que me parecen los más miserables, porque son una mezcla entre burgués profesional y sacerdote, no podía contener la idea tan errónea de pretender brindarle a un hijo de puta mis adentros para que este pudiera decirme qué es lo que tengo  ¡jamás! Resolver este problema requería de dos cosas: música y fuerza. Encontrarse consigo mismo resulta una tarea difícil y lo curioso era que hoy carecía de todas esas cosas que producían su interrupción: celulares, internet, amigos, estudios, trabajo y deberes.

                Era yo frente a todo lo gigantesco de la realidad, frente a su inagotable fuente de pretensiones, de ideas, de imágenes y de gente. ¿Qué era yo entonces? Era un ejercicio vasto, siempre que lo hacía, recordaba la composición “Noche de San Silvestre” de Nietzsche y me encontraba en la absoluta orfandad, sentía que carecía de sentido, que la noche había absorbido todo lo que era, que la pequeñez donde podía caber era tan miserable que solo quedaba el llanto para poder expresarla, ese llanto que tantas veces había maquillado con docenas de problemas, con miles de máscaras al final resulto que era “yo mismo” negándome en otros, negándome en espacios y circunstancias. Entonces decidí ir por mí, decidí recobrar ese espacio ¿Para qué? No lo sé solo tenía la necesidad de hacerlo; sin embargo, antes recordé una conversación que tuve con un amigo, Danelly, que una tarde me dijo: ¿Alguna vez has estado muerto? (evidentemente con todas la implicaciones que esto lleva) y yo respondí: que no lo sabía y que tenía que entregar muchos papales para la facultad. Y él me respondió: “se nota que estás muy vivo”.

                Atiné a seguir con mi ejercicio de manera diligente, sabiendo que de todas sus fuentes algo tendría que ocurrir por fin podría saber quién era, quién me contenía y qué era lo que podía hacer como tal. Fui a la caza de “uno mismo” y lo encontré: era una brisa de viento por la noche un sencillo espacio de tiempo que recorría entre el viento, la noche y la música que me acompañaba, fueron segundos, pero supe, fueron segundos y quedé atrapado en esa frase de Camus que vino a mi mente, tan serena: “todo lo que ha sido es eterno, el mar nos devuelve a la orilla”.


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