Ciudad



Han pasado las letras, el sonido caótico de la ciudad, las puertas de la casa: cotidiano. Por sobre las medidas, por sobre los árboles, la colina que brota de la oscuridad, la ciudad y sus calles, la artificialidad de los rostros, que caen sobre la luna llena de rocío.

Es febrero, la lluvia lo susurra mientras moja espacios de gente, espacios de ruido que se diluyen al pasar las luces, al cruzar la avenida el zigzagueo de la gente intentado superar tiempo perdido, cosas que van sobre las manos de otros en forma de sueños, palabras que se mecen sobre la nada: brotar de temporalidad.

El pavimento mojado refleja, rostros llenos de rutina, la calle huele a humanidad. A hurtadillas, como oteando sobre el gris, la noche se cuela entre los aparadores, la blanca luz que ciega los pasos, las huellas de los perros, las huellas de los transeúntes, que giran, como pretendiendo ser auténticos, como no cuestionando el paso infértil de los sueños.

Acaba así el rectángulo gris, bañado de luces, cubierto de una soledad enorme, aquella que sólo sangra del corazón humano.


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