¿Por qué murió José Carlos?

José Carlos era un diciembre malhumorado, aquellos meses del año entre el olor a lodo navideño y aroma a soledad caliente, pero ante los ojos del mundo era ese sueño dorado de inteligencia audaz, de sueño dorado de verano repulsivo a la playa y de una mentira curvilínea que apuntaba a ese piano que jamás dejaba de sonar en su mente a Marsellesa atávica.

Iba el recuerdo de esa salida de matiné, él se acompañaba con el tibio recuerdo de la sonrisa de ella – que jamás tuvo nombre, que lo era todo en cuanto a lo que tenía de perfecto un arcoíris, ella que había nacido bajo la constelación de un centauro alado y esos ojos con sabor a café que llevaba dentro de él-. Nunca nadie lo había visto así: tan celeste como el cielo, tan vivo como un pez saltarín hechizado por el ocaso en el mar. Pero todos sabían que esa sensación de bienestar total era producto de su amor pluscuamperfecto llevado a las dimensiones del futuro; (Era ella acompañándolo como esa imagen tierna que refleja el amorío entre la soledad y la nada) sonreía él, mientras tarareaba esa canción; ella le sonreía feliz por la compañía, entonces, las mirada se hicieron profundas y ellos volvían a ser amantes, volvían a ser otra vez silencio y viento, cielo y nubes, compases perfectos pasando por un mostrador neoliberal de vida consumista. Y jamás las avenidas de humanidad podían detenerlos, jamás las historias de miseria en el parque podrían apartar a uno del otro, el jadeo quejumbroso de la ciudad y su constante adoración al tiempo les eran indiferentes, hasta la hora pactada de regreso: él intentaba besarla, pero descubrió ese sinsabor de los días caseros y ese sonido a humanidad que lo cubría en centro comercial, porque ella ya no estaba a su lado.

Cómo podía olvidar tus cinco kilómetros de frases tiernas al atardecer o tu manera tan extraña de hablarme de objetos luminosos del periodo de gobierno de Bizancio. Quién eras sólo yo lo sabía en las mañanas cuando los lentes de sol no me dejaban ver el negro de tus ojos, pero podía besar tus labios con toda la impunidad de aquel amante que anhela llevarse en sus labios la vida roja de la persona amada. Sí, lo admito, era parte de ti llorar cada fecha cuando sentías que cambiábamos de estación; pero jamás quería admitirlo entre tus brazos, porque era tan celestial la manera de acariciar mis cabellos que el dolor no tenía cabida en ti. Recuerdo también en cada pasado febrero esa afición que poseías por la música triste, porque siempre era bueno recordarte bebiendo café cargado con el gris de la tarde y el frio calando por todo mi cuerpo. Eras tú el precioso baluarte de esa invasión imaginaria a Versalles, pero no por una sociedad de libertad e igualdad, porque esa estrategia no funcionaba para tus ideales políticos; tú anhelabas tomar Versalles para bailar conmigo algún concierto del divino Bach- recuerdo que fue la confesión más bella que pudo hacerme uno chico- tenías la idea de llevarme con tus gatos azules a pasear a medianoche y mostrarme tu nueva reforma astronómica en materia de constelaciones. José Carlos y sus inventos de papel, sus historias con triunfos de los villanos anti religiosos, pero la intervención casi obsesiva de un tal Jesús en sus escritos. La luna era lo único que lo llamaba a escribir o a resucitar los viernes de noche, la amaba tanto como a sus preciados soldaditos de juguete de la guerra franco prusiana. Quiero mirar a través de tus ojos sentir esa frescura de nuestras tardes juntos, mientras tu mano enlaza en mía otra vez.

Sólo Júpiter conoce estos avatares de la astronomía. Pues, sólo él y yo sabemos cuán difícil es llevar constelaciones al firmamento. El secreto máximo de la virtud del firmamento es su belleza pagana, su destino más grande fue darle al hombre el primer libro de su vida, pero contará cuán grande fue su historia, que tal vez nunca existió; pero sí lo hizo en el infinito del cielo oscuro entre las hidras, los cangrejos, los unicornios y Orión. Pero esta vez es mi oportunidad. Esta vez es lo que yo más deseaba, convertirme en aquél supremo hacedor de todo cuanto el hombre siempre podrá ver y he decidido, en mi calidad súbdito y heredero del Júpiter brincador, dar mi primer dictamen: acabar con la falacia de la constelación del Pegaso (pues fue un insólito error de la humanidad antigua haberse atrevido a adelantarse a su tiempo y nombrar a ese cúmulo de estrellas de esa manera). Por ello, desde hoy la constelación del Pegaso se llamará constelación del “Televisor”, pues todos los razonamientos de mi tiempo me llevan a pensar que ese artefacto es el más perecido en cuanto a forma, simetría y posición a un televisor que a un Pegaso. Me fue sencillo advertirme de ese error, ya que Júpiter fue quien me ayudó en el fino razonamiento.

José Carlos oteaba en ese reconocimiento de tantos días a lado de su infinito cielo, pero la majestuosidad de la vida ya se le había ido de las manos. Ya no era aquella estrella que él mismo en su megalomanía quiso encender. Sus tardes arrepentidas, ya sin ella, el holocausto de todos los recuerdos de su piel blanca como el invierno de las montañas; su rostro amable se esfumaba como la música de oriente en la soledad del desierto; volvía ella y sólo ella, a ser la luna llena de sus pasiones; los labios rojos en eclosión después del último beso real; y su presencia avasalladora detrás de angustia de haberla perdido preguntándose qué ocurrió con el amor. Es qué acaso se puede morir así cuando la niebla llega como para no remediarlo todo, sino para crear aún más destrucción entre nuestros corazones. Por qué tú o por qué yo. Jamás lo entenderé. Pero era la muerte la suave caricia de Hades ese caer en lo profundo a ritmo de la soledad. ¡Apolo esta noche toca tu lira que llego hasta tus dominios hecho constelación, porque sólo la distancia entre ella y yo se puede curar en lo infinito de las estrellas!

La reflexión podría ser basta, sobre todo, porque de ella se desprenderían razones evidentes para entender lo afable que pudo ser ese acto. Pero su concentración en cuanto a tristeza nadie podía detenerla cuando la luna llena otra vez se aleja de él. Parece algún concierto del viejo Tchaikovsky llamando a la puerta de nuestros corazones, para darnos una última lección: la de la resistencia. Acaso faltó conspirar para encontrar la victoria de nuestro tiempo. Faltaron más libros de filosofía bajo la almohada, faltó su cuerpo desnudo a las tres y treinta de la madrugada. Sólo será esta soledad infinita que a ambos los cubre tras este violín que se retuerce en lo poco que queda de vida entre en nuestros amantes: Él yace junto al telescopio azul fatigado después de tanto dolor y ella observa la ventana de su Paris imaginario de donde caen rosas en vez de gotas de aciago clima invernal. Espera ella aquella reconciliación de sus almas que nunca llegara en este globo azul de tanto llorar.

Sobre la desnudez descansa mi cuerpo, esta tarde como tantas nos vimos salir de algún rito a nuestro Dionisos amado, pero hoy las rosas pierden ese aroma a divinidad; sin embargo, yo espero, pero sé que el celular nunca bailara frenéticamente bajo ese sonido chirriante y aburrido del internet, pero que en mí toda esperanza creará. Suave y sutilmente caen mis lágrimas sobre mis muslos aún tibios y la sensación de resequedad en los labios va galopando como la soledad llega hasta mí, envuelta en los gritos de esta ave de oscuro color; pero otra vez vuelvo a pensar en él, me falta la vida de sus susurros, la mágica ternura de sus caricias y su antigua hospitalidad de templario… Es tarde para confesiones y milagros en diciembre, sólo nos espera el universo como hogar; pero me pregunto en suave silencio ¿por qué murió José Carlos? Mientras mi angustia da tres pequeños pasos para tocar torpemente las 5 de la tarde.

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